La mente humana es perezosa. Se auto perpetúa a si misma,
es llevada de su parecer y con una alta propensión al auto-engaño. En
cierto sentido, creamos el mundo y nos encerramos en él. Vivimos
enfrascados en un diálogo interior interminable donde la realidad
externa no siempre tiene entrada. Buda decía que la mente es como un
chimpancé hambriento en una selva repleta de reflejos condicionados. Tu
mente, al igual que la mía, es hiperactiva, inquieta, astuta,
contradictoria. La mente no es un sistema de procesamiento de la
información amigable, predecible y fácilmente controlable, como ocurre
con muchos computadores; nuestro aparato psicológico tiene
intencionalidad, motivos, emoción y expectativas de todo tipo. La mente
es egocéntrica, busca sobrevivir a cualquier costo, incluso si el precio
es mantenerse en la más absurda irracionalidad.
Carlos, un joven
de 17 años, cree que su cara se parece a una vejiga porque, según él,
el cuello es demasiado ancho respecto de la cabeza. Carlos no está loco
ni sufre de daño neurológico alguno, sin embargo, se detesta y se ve
monstruoso cada vez que mira su imagen en el espejo. Cuando se le midió
la proporción cabeza-cuello para "demostrarle" que estaba dentro de los
parámetros normales, rechazó enfáticamente el procedimiento. Dijo que
las estadísticas estaban equivocadas y que el terapeuta pretendía
engañarlo para evitarle el sufrimiento. Carlos padece un trastorno
dismórfico corporal, cuya característica es una distorsión de la auto
imagen expresada como: "Preocupación por algún defecto imaginado o
exagerado del aspecto físico". De más está decir que Carlos no tiene
ningún defecto físico.
En estos casos, el error en la percepción
de la imagen corporal es evidente para todos, menos para quien padece el
trastorno, que se empeña en defender su punto de vista aun a sabiendas
de que tal creencia le está destruyendo la vida.
La pregunta que
surge es obvia: ¿Por qué en determinadas situaciones continuamos
defendiendo actitudes negativas y autodestructivas a pesar de la
evidencia en contra? ¿Por qué permanecemos atados a la irracionalidad
pudiendo salimos de ella? Anthony de Mello decía que los humanos
actuamos como si viviéramos en una piscina llena de mierda hasta el
cuello y nuestra preocupación principal se redujera a que nadie
levantara olas. Nos resignamos a vivir así, limitados, atrapados,
infelices y relativamente satisfechos, porque al menos mantenemos los
excrementos en un nivel aceptable. Conformismo puro. La revolución
psicológica verdadera sería salirnos de la piscina, pero algo nos lo
impide, como si estuviéramos anclados en un banco de arena movediza que
nos chupa lentamente. El pensamiento que nos prohíbe ser atrevidos y
explorar el mundo con libertad está enquistado en nuestra base de datos:
"Más vale malo conocido que bueno por conocer". La piscina.
La
mayoría de las personas mostramos una alta resistencia al cambio.
Preferimos lo conocido a lo desconocido, puesto que lo nuevo suele
generar incomodidad y estrés. Cambiar implica pasar de un estado a otro,
lo cual hace que inevitablemente el sistema se desorganice para volver a
organizarse luego asumiendo otra estructura. Todo cambio es incómodo,
como cuando queremos reemplazar unos zapatos viejos por unos nuevos.
Teilhard de Chardin consideraba que todo crecimiento está vinculado a un
grado de sufrimiento. El cambio requiere que desechemos durante un
tiempo las señales de seguridad de los antiguos esquemas que nos han
acompañado durante años, para adoptar otros comportamientos con los que
no estamos tan familiarizados ni nos generan tanta confianza. Crecer
duele y asusta.
La novedad produce dos emociones encontradas:
miedo y curiosidad. Mientras el miedo a lo desconocido actúa como un
freno, la curiosidad obra como un incentivo (a veces irrefrenable) que
nos lleva a explorar el mundo y a asombrarnos.
Aceptar la
posibilidad de renovarse implica que la curiosidad como fuerza positiva
se imponga a la parálisis que genera el temor. Abandonar las viejas
costumbres y permitirse la revisión de las creencias que nos han
gobernado durante años requiere de valentía.
Ahora bien, podemos
llevar a cabo la ruptura con lo que nos ata de dos maneras: (a)
lentamente, en el sentido de desapegarse, despegarse, o (b) de manera
rápida, lo cual implica "acepto lo peor que podría ocurrir" de una vez
por todas, en el sentido de soltarse, saltar al vacío, jugársela sin
anestesia.
Las teorías o las creencias que hemos elaborado
durante toda la vida sobre nosotros mismos, el mundo y el futuro se
adhieren a nuestra psiquis, se mimetizan con todo el trasfondo
informacional y las convertimos en verdades absolutas. Les hacemos
demasiado caso a las creencias que nos han inculcado de pequeños. Si
toda la vida te han dicho que eres un inútil, es probable que tu mente
se crea el cuento y organice una base de datos sólida alrededor de la
incompetencia percibida. Entonces, decir: "Soy inútil" es mucho más que
una opinión, es una revelación convertida en dogma de fe. El slogan
educativo con los años se convierte en un mandato difícil de ignorar:"Si
mis padres y amigos me lo dicen, por algo es". Así nace el paradigma,
es decir, la certeza incontrovertible de que soy como me han dicho que
soy.
Desde pequeña, Clara siempre había sido considerada la
"menos capaz de la familia", tanto por sus hermanas como por sus padres y
maestros. La mujer no había sido disciplinada, estudiosa y acatada como
esperan la mayoría de los centros educativos, sino más bien hiperactiva
e impulsiva. A sus treinta años, se mostraba distraída, rebelde y poco
convencional. Su espíritu creativo e inquieto la había llevado a
estudiar artes plásticas y danza, mientras sus dos hermanas habían
preferido carreras más tradicionales. Para orgullo de su padre, un
empresario exitoso y de gran reconocimiento social, la hermana menor
había estudiado ingeniera de sistemas y la mayor había obtenido una
maestría en administración de negocios.
Clara no era precisamente
una oveja negra, pero sí parecía de otra familia. Se vestía de manera
extravagante, le gustaba la Nueva Era, leía poesía, no se había casado y
tenía actividades que su núcleo familiar consideraba como "poco
normales".
En cierta ocasión participó en una manifestación a
favor del matrimonio entre homosexuales, lo que llevó a su madre a
pensar que necesitaba ayuda psicológica y le consiguió una cita con un
psiquiatra que además era cura.
Clara incorporó desde su temprana
infancia mensajes negativos relacionados con su desempeño y desarrolló
un esquema de incapacidad con el cual luchaba de tanto en tanto sin
mucho éxito. En cierta ocasión el padre de Clara me manifestó su
preocupación ante la posibilidad de que ella sufriera de ciertas
limitaciones intelectuales.
Si el esquema de inseguridad
permanecía desactivado, se aceptaba a sí misma de manera incondicional,
era alegre y derrochaba sentido del humor. Pero si el esquema negativo
se activaba (por ejemplo, si fracasaba en algún proyecto o si alguien la
comparaba con su hermanas o si su padre la ignoraba) dejaba de ser la
mujer feliz y chispeante para convertirse en una persona insegura,
retraída e irritable. Cuando la idea de incapacidad se imponía, no había
razones ni argumentos que la pudieran hacer cambiar de opinión. En esos
momentos "oscuros", como ella los llamaba, dudaba de todo y pensaba que
su vida no tenía sentido, buscaba desesperadamente la aprobación de su
padre y odiaba a sus hermanas.
Un día cualquiera un
acontecimiento inesperado modificó la relativa calma familiar: le
diagnosticaron cáncer de próstata al padre de Clara. Su madre y las dos
hermanas se derrumbaron. La ingeniería de sistemas y los negocios
internacionales no podían hacer mucho para ayudar al pobre hombre.
Contra todo pronóstico, fue Clara quien le puso el pecho a la adversidad
y lideró la cuestión.
Durante el año y medio que duró el
tratamiento, la "hija limitada" se convirtió en el principal soporte
afectivo de la familia. Les enseño a meditar, impuso la sana costumbre
de expresar emociones y defendió el derecho del enfermo a saber la
verdad. Se entendió con los médicos y con la depresión de su padre,
estudió el tema del cáncer a profundidad y "gerenció" todo el proceso de
cura. En fin, Clara mostró que tenía el don de una "fortaleza amable" y
una excelente aptitud para enfrentar las situaciones difíciles, una
cualidad que había pasado desapercibida para todos, incluso ella misma.
Lo más interesante es que por primera vez actuó sin buscar la aprobación
de nadie. Su argumento era concluyente: "Me nace".
Las
situaciones límite siempre nos confrontan y si somos capaces de
aprovecharlas, podemos revisar nuestra mente a fondo. Las situaciones
límite pueden hundirte o sacarte a flote, conformar un síndrome de
estrés postraumático o formatear el disco duro. Las creencias más
profundas se tambalean cuando nuestras señales de seguridad desaparecen,
y allí el cambio es inevitable.
Después de la dolorosa
experiencia, el esquema de ineficacia de Clara perdió fuerza. De manera
similar, el estereotipo familiar de creerla "muy rara" desapareció y fue
reemplazado por una actitud más positiva y respetuosa frente a ella.
Pese a las mejorías, Clara pidió ayuda profesional y su auto eficacia
subió como espuma. La terapia logró instalar un nuevo esquema
adaptativo: "Soy capaz, el mundo no es tan crítico como pensaba, y si lo
fuera ya no me importa. Mi futuro está en mis manos, en buenas manos".
La
conclusión parece obvia: nos convencemos de lo que somos, asumimos el
papel que el medio nos asigna como si fuéramos ratones de laboratorio.
Pero
cabe la pregunta: ¿Y si no hubiera situaciones límite que nos
precipiten al cambio? ¿Si nuestra vida se quedara anclada a la rutina y a
la resignación de sufrir por sufrir? Sencillo y complejo a la vez:
debemos crear nosotros mismos las condiciones límite. Hay que crear la
capacidad de pensarse y repensarse a la luz de nuevas ideas. Los
procedimientos psicológicos más eficientes para que el cambio se genere
consisten en llevar al paciente de manera adecuada y responsable, a
enfrentar lo temido, lo desconocido o lo inseguro. Es allí, durante la
exposición en vivo y en directo, que la realidad se encarga de
actualizar nuestro software, de curarnos, de ponernos en el camino de la
racionalidad y enderezar la distorsión.
Una vez las creencias se
organizan en la memoria, las defendemos a muerte, no importa cuál sea
su contenido. Quizás ésta sea la base de la irracionalidad humana. Dicho
de otra forma: una vez instaladas las creencias, defendemos por igual
las saludables y las no saludables, las racionales y las irracionales,
las correctas y las erróneas, aun cuando nuestro lado consciente piense
lo contrario.
¿Por qué no somos capaces de descartar lo inútil,
lo absurdo o lo peligroso de una vez? Siguiendo a Krishnamurti, si vemos
un precipicio no necesitamos hacer cursos de Precipicio I, Precipicio
II y Precipicio III para concientizarnos del riesgo. El hecho se impone,
la percepción directa es suficiente: vemos el peligro y no dudamos en
retirarnos, "entendimos", y punto. ¿Por qué entonces en la vida
cotidiana caemos tantas veces por el precipicio? ¿Por qué repetimos los
mismos errores? ¿Por qué nos cuesta tanto asumir una actitud racional
frente a los problemas? ¿Somos masoquistas, ignorantes o testarudos?
Recuerdo
a un señor que temía tragarse la lengua. Dormía sentado, sólo se
alimentaba de líquidos y apenas lograba comunicarse con los demás, pues
trataba de mantener la lengua quieta (¡el órgano más móvil de nuestro
cuerpo!). Como tal objetivo era prácticamente imposible de alcanzar, el
señor se sentía todo el tiempo al borde de una muerte por asfixia. El
pensamiento automático que lo invadía una y otra vez era terrible: "Si
me trago la lengua, moriré". Obviamente el temor formaba parte de un
síndrome más complejo que no detallaré aquí. Lo que me interesa señalar
es que ninguna explicación lógica y racional sobre la imposibilidad de
tragarse la lengua funcionó. La única estrategia que mostró resultados
positivos fue exponerse a lo temido: "¡Tráguese la lengua, inténtelo, a
ver si es capaz!" Después de varios ensayos infructuosos, la
retroalimentación fue concluyente: "Sí, usted tenía razón, no puedo",
dijo evidentemente aliviado.
¿Qué proceso intervino para que mi
paciente finalmente lograra modificar su creencia irracional? La
realidad, ella se impuso de manera correctiva, los hechos le mostraron
de manera irrefutable lo absurdo de su creencia. Una experiencia vital
vale más que mil palabras (o muchas horas de consulta). La información
que llega de la experiencia directa es mucho más terapéutica que la
teoría, aunque las dos son necesarias. Como veremos en la tercera parte
del libro, la primera es la fuente de la sabiduría y la segunda, el
fundamento de la erudición. Conozco muchas personas desbordantes de
conocimiento científico pero sin sentido común.
El camino es
aquietar la mente e inducirla a que se mire a sí misma de manera
realista. Una mente madura, equilibrada y que aprenda a perder. Una
mente humilde, pero no atontada. Una mente abierta al mundo, vigorosa y
con los pies en la tierra.
Walter Riso, Extractado de Pensar bien, sentirse bien
Fuente: http://www.mentat.com.ar/testarudez-de-la-mente.htm
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