46Proclama
mi alma la grandeza del Señor,
47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
48porque ha mirado la humillación de su esclava.
47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
48porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me
felicitarán todas las generaciones,
49porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
50y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
49porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
50y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
51Él hace
proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
52derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
53a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
dispersa a los soberbios de corazón,
52derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
53a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
54Auxilia a
Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia
55-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
acordándose de la misericordia
55-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.
Con los escasos indicios que nos
proporciona la lectio
podemos comprender la riqueza de la oración del Magníficat, que
podría ser analizada palabra por palabra, verificando las
referencias bíblicas al Antiguo y al Nuevo Testamento, para
saborearla en toda su profundidad teológica y espiritual.
Para la meditación
propongo algunos puntos que sirvan para interiorizar dicha oración,
y me fijo especialmente en cinco expresiones que podéis contemplar
después ante la Eucaristía.
Dichosa tú por haber creído
(Lc 1,45). Vinculando esta expresión de Isabel dirigida a María con
la de Jesús dirigida a Tomás «dichosos los que crean» (Jn 20,29),
vemos cómo esta bienaventuranza, que interesa a toda la humanidad,
designa el culmen de la libertad humana: es dichoso y feliz y realiza
el designio de Dios quien alcanza la plenitud de su vocación. La
libertad humana está hecha para la fe, en la que obtiene su
perfección y su culminación.
Profundizando en los versículos de
Lucas y de Juan, podemos afirmar que la libertad humana se verifica
entrando en una relación de confianza con los demás y entregándose
a ellos, y se deteriora cuando se encierra en sí misma. La libertad
no es calculadora (do ut des),
sino que se realiza en el amor, que exige siempre gratuidad. Y sólo
Dios es merecedor de un abandono y una confianza sin condiciones ni
límites, porque en Él la libertad humana puede realmente expresar
por completo su voluntad de entrega. Pero la fe desnuda e
incondicionada se purifica a través de la «noche de los sentidos y
del espíritu», esa noche magistralmente descrita en las obras de
san Juan de la Cruz y en la experiencia de santa Teresa de Jesús.
El hombre se salva, no simplemente
obedeciendo a una ley exterior, sino amando, entregándose y creyendo
en Dios. María, dichosa por haber creído, es figura antropológica
de la vocación humana a la felicidad.
Proclama mi alma la grandeza del
Señor (v. 46). San Ambrosio, que en su
comentario a Lucas escribe: «Esté en cada uno de nosotros el alma
de María para glorificar a Dios», nos recuerda que el
agradecimiento es la primera expresión de la fe. No lo son, en
cambio, la lamentación, la crítica, la amargura, la autocompasión
ni el derrotismo, que son actitudes de falta de fe, porque la
verdadera fe prorrumpe espontáneamente en la alabanza y el
agradecimiento. Alabanza por todo cuanto Dios realiza en nosotros y
en el mundo; agradecimiento al reconocernos agraciados y al tomar
conciencia de que la misericordia divina «se extiende de generación
en generación». Es una invitación a confesar que también muchos
discursos eclesiásticos, por así decirlo, muchas recriminaciones y
muchas amarguras son fruto de una fe empobrecida.
3. Los ojos de la fe
Ha hecho obras grandes en mi favor
(v. 49). Nos preguntamos: ¿cuáles son esas obras grandes?
Seguramente María puede intuirlas, por la fe, en el pequeño germen
de vida apenas perceptible que lleva en su seno; sin embargo, desde
el punto de vista humano no es un hecho extraordinario. Es la fe la
que le hace descubrir realidades grandes en cosas pequeñas,
realidades definitivas en hechos incipientes, realidades perennes en
las realidades efímeras. Mientras que la poca fe nunca está
contenta ni satisfecha y querría siempre ver más, la fe verdadera
está contenta y reconoce en los más insignificantes signos el poder
de Dios.
Y su misericordia llega a sus
fieles de generación en generación (v.
50). María expresa aquí su fe en la certeza de que no sólo en el
pasado y en el presente, sino que tampoco en el futuro decaerá la
misericordia del Señor ni se encogerá el brazo de Dios.
Muchas veces hablamos como si la
misericordia del Señor se hubiese detenido en los tiempos más
gloriosos del cristianismo y no abarcase también a nuestras
generaciones. Querríamos retroceder cincuenta años atrás, cuando
la gente frecuentaba las iglesias, a la vez que nos asalta la duda y
el temor de que el Señor se haya alejado de nosotros. Sin embargo,
María proclama «su misericordia de generación en generación».
Por otra parte, debemos reconocer que, si miramos a nuestro alrededor
con los ojos sencillos y limpios de la fe, podemos percibir la
misericordia de Dios en favor nuestro y descubrir a veces sus signos
sensibles.
Reflexionaba yo estos días sobre las
figuras significativas con que el Señor ha regalado últimamente a
la Iglesia local de Milán: (...). Son personas que han sido
conocidas y tratadas por muchos de nuestros fieles.
El Señor continúa, pues, actuando, y
sólo la fe puede hacernos conscientes de su cercanía y de su
presencia.
Ha auxiliado a Israel, su siervo
(v. 54). Cuidó -paidòs autou-
de su hijo y siervo Israel, como cuidó de María su sierva («se ha
fijado en la humillación de su esclava»).
El verbo «cuidar» aparece en otros
pasajes del Nuevo Testamento: «El Espíritu cuida de nuestra
debilidad» (Rm 8,27); «No cuida de los ángeles, sino de los hijos
de Abraham» (Heb 2,16). La solicitud por Israel es, por
consiguiente, una característica de Dios: lo fue, efectivamente, en
los momentos dramáticos del pueblo hebreo a lo largo de los siglos,
y no ha decrecido. Por eso debe ser también una característica
propia de todos cuantos sienten como
María y con María;
y por eso la relación con Israel es una importante y valiosa piedra
de toque en la vida de la Iglesia: como el Señor cuida de Israel su
siervo, también la Iglesia y la humanidad deben cuidar de él, deben
seguir expresando de algún modo el amor de Dios a ese pueblo, a
pesar de todas las dificultades y hasta malentendidos que ello pueda
acarrear. La relación del Señor con Israel está inequívocamente
en el corazón mismo del Magníficat, al que hay que acudir para
reflexionar sobre sus terribles destinos históricos sucesivos.
«María, hija de Sión, Madre de
Jesús y de la Iglesia, concédenos entrar en el misterio de tu fe y
de tu alabanza y percibir cómo miras a tu pueblo, a la humanidad y a
la historia».
[Extraído de Carlo
M. Martini, Una
libertad que se entrega. En meditación con María.
Santander, Sal Terrae, 1996, pp. 60-67]
Fuente:http://www.franciscanos.org/oracion/canticomagnificat.htm
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