jueves, 29 de marzo de 2012

El arte de escuchar, por Heinz Zimmermann

Formas de escuchar
Las cualidades de un diálogo dependen en gran medida de lo que ocurre en la persona a la cual está dirigida la palabra. En el caso extremo -no tan infrecuente en determinadas fases del diálogo- varias personas hablan a la vez, las voces se entremezclan.

 Esto, a veces, ni se percibe como algo molesto -sobre todo bajo la influencia del alcohol-, otras veces, lo vivenciamos como una temporaria lucha por el poder: a ver quién cede primero y deja hablar al otro.
 Pero el callarse no significa necesariamente un verdadero escuchar.
Observamos a menudo en nosotros mismos cómo divagamos mientras el otro habla, se nos vienen ideas, nos prendemos de una palabra escuchada y la asociamos a vivencias propias, o también nos dejamos distraer por elementos que provienen de otros ámbitos.

El peinado, el anillo o el saco del participante permiten desarrollar interesantes asociaciones de ideas, pero también el cuadro en la pared, la vajilla en el aparador o la azucarera sobre la mesa incitan a formar las más diversas sucesiones de imágenes. A veces nos despertamos de estas escapadas imaginativas y nos avergonzamos un poco por no haber brindado al otro nuestra entera atención.

Escuchamos ahora con toda atención lo que dice la persona frente a nosotros. Nos concentramos íntegramente en el contenido. Nos damos cuenta  entonces  de  que frecuentemente ya hemos comprendido lo que el otro quiere decir, mucho antes de que éste haya terminado de hablar. Esta es una de las razones para cortar en forma poco cortés la palabra del otro.

Otra razón es el fuerte interés personal por el tema. En este caso divagaremos menos, no obstante sólo escucharemos unilateralmente, es decir, teniendo meramente en cuenta el contenido y no la persona que habla. Esta es la manera de escuchar de un funcionario judicial por ejemplo,  quien  en  un interrogatorio  aguarda con impaciencia que el acusado incurra en un error, o también la de una comadre llena de curiosidad que ansiosamente espera que el otro largue su secreto.

 Mi interés por el asunto y mi interés por los participantes sin duda acrecientan mi atención y según el caso escucho con el oído dirigido a la información o a la persona que habla.   Mas lo que generalmente no se percibe con plena conciencia, es la forma de hablar, la elección de las palabras y sobre todo el tono de la voz.

Sólo reaccionamos al tono de la voz donde éste ha de tener un efecto buscado.
       Una madre pide por ejemplo a su hija de 14 años que ordene su cuarto: "¡Podrías ordenar tu cuarto!" La hija: "Sí." La madre percibe tanta resistencia y rechazo en este "sí" que continúa diciendo: "No te pongas así, yo no te obligo."
A esto la hija responde: "¡Pero si dije que lo haría!"
Todo el diálogo vive de la tensión entre contenido y forma.
El "sí" de la hija expresa en realidad: "Estoy harta, tengo otras cosas por hacer, tus palabras me fastidian", etc.

Es a esto que la madre reacciona, no a la conformidad exterior, mientras que la hija enseguida pone de relieve la afirmación textual, con lo cual borra en forma dialéctica lo expresado en sí.
 Diálogos como este abundan en la vida cotidiana. Pero hay que tener presente que el tono de la voz y todos los demás elementos sensoriales (mímica, gestos, etc.,) actúan sobre el participante aún cuando esto no sea el propósito del que habla.

 Justamente por fijarnos tanto en los contenidos en esta época de la informática, tenemos la tendencia de sobrevaluar el plano de lo conceptual y de descuidar el de lo sensorial.
Dicho de manera algo exagerada: Tendemos a querer entender antes de haber escuchado.

 Pero recordemos que de niños nunca hubiéramos llegado a hablar si no hubiésemos escuchado y repetido lo escuchado sin captar de antemano también el significado espiritual. El niño pequeño reacciona casi exclusivamente a la voz con la cual se dice algo. El sentido de lo hablado es transmitido conjuntamente con el sonido, el ritmo y la melodía.



El efecto de los elementos sensoriales del habla sobre el oyente

Cuando prestamos atención a nuestra manera de escuchar el hablar, notamos claramente cuan existencial y directo es el efecto social del habla. Cuando percibimos el movimiento del viento por entre las hojas, el tañido de una campana, el canto de un grillo o el golpe de un martillo, todo esto se diferencia fundamentalmente del escuchar el hablar, pues lo percibimos como algo exterior en cierta manera.

 El habla no sólo estimula el proceso auditivo, sino que a través de lo escuchado provoca un movimiento propio que podemos percibir sobre todo en la laringe. Cuando escuchamos a una persona que habla, imitamos con nuestra propia laringe en forma muda los movimientos de la laringe del que habla.
De vez en cuando nos damos cuenta de este hecho, por ejemplo cuando el otro tiene la voz ronca, cuando tartamudea o sufre de otros trastornos de su voz.
Nuestro escuchar se convierte entonces en un sufrimiento, ya que nosotros mismos reproducimos todos los esfuerzos verbales del otro. Cuando un orador tiene una voz ronca y carraspea repetidas veces, al poco tiempo se podrá oír el carraspeo reproducido en todo el salón.

Los elementos sensoriales señalados son a la vez los que particularmente nos permiten reconocer un dialecto. Un idioma extranjero que no entendemos, justamente nos puede transmitir grandes valores expresivos cuando sólo nos entregamos a su sonido sin comprender el sentido. A raíz de experimentos se pudo constatar que ya el lactante es capaz de distinguir entre el habla y las demás impresiones acústicas. Una vez que hayamos descubierto este campo del habla que sólo conocemos a través del arte poético, se nos abrirán mundos completamente nuevos. Reconoceremos entonces que constantemente somos marcados e influidos por nuestro interlocutor, independientemente del contenido del diálogo.

Esta influencia se dirige sobre todo a la respiración. Nuestra respiración reacciona ante el interlocutor de una manera muy sutil. El que habla con respiración corta, hará corta nuestra propia respiración; el que habla de manera tranquila, nos calmará.
Reaccionamos con mucha sensibilidad a las diferentes cualidades vocales.
 Hay personas que acentúan todo muy fuertemente como si quisieran dejar las sílabas clavadas, otros dicen todo con la misma altura de tono en su voz sin articular las palabras; otros hablan de manera melodiosa con fuertes altibajos en el tono.
Mientras que la voz del primer ejemplo nos ataca y nos mueve a defendernos instintivamente, estamos a punto de dormirnos cuando escuchamos la segunda; y la tercera, por su parte, nos cautiva.
Hay voces vocálicas, consonánticas, temblorosas, acariciantes, llorosas.
Hay personas que continuamente hablan como si estuvieran ofendidas, como si se les hubiera reprochado algo; otras están más que seguras de sí mismas.


La voz
 Con todo esto no me refiero a la manera de adaptarse la voz a la situación respectiva, sino al matiz básico con el cual se habla, independientemente del contenido. Cada hombre posee por naturaleza -por un lado por su lengua materna y por el otro, por su temperamento y su carácter- una determinada particularidad vocal, por medio de la cual actúa sobre la respiración y con ello sobre la disposición anímica del participante del diálogo. Si se reconoce este hecho, se adquiere conciencia sobre la responsabilidad social de uno mismo con respecto al propio hablar.

En nosotros podemos constatar sensaciones de simpatía o antipatía, de agrado o desagrado que sólo se producen a raíz de la voz de un interlocutor. Debemos reconocer entonces que de la misma manera actuamos sobre el otro a través de nuestra voz*. Por lo tanto, ejercitación del diálogo también significa adquirir la facultad de usar nuestra voz de manera que esté en correspondencia con la situación del diálogo, es decir, con el tema y con el participante.

Dado que la voz como tal es percibida con menor evidencia que el contenido, a un grupo muchas veces no le llama la atención que determinados participantes no obtengan eco con lo que dicen, a pesar de que sus contribuciones puedan ser objetivamente muy buenas.
 El motivo para ello radica en realidad en una voz fastidiosa.
 Un escuchar ejercitado también descubre, al margen del matiz básico descripto, la disposición momentánea del que habla. Podemos reconocer si el participante está nervioso, inhibido, inseguro, vacilante; una madre reconoce en la voz de su hijo si algo no anda bien con él, o si no es cierto lo que dice.

Todo esto transcurre al margen de la conducción de la voz relacionada con el contenido y del matiz básico habitual. Al que escucha se le abre con esto un mundo que despliega toda su riqueza independientemente del contenido del discurso en cuanto a las ideas que expresa. Aparte de todas las descriptas particularidades de la voz que tienen influencia decisiva sobre el diálogo, nos acercamos a un misterio central que por momentos se nos puede revelar en un escuchar activo del hablar.
Este misterio se explica por el hecho de que la singularidad inconfundible de la persona que habla, se manifiesta en lo sensorio.
Así como cada cual posee su semblante, así también cada cual posee su voz a través de la cual puede ser identificado.


El escuchar altruista
Si a raíz de lo antedicho logramos concentrar nuestra atención en la palabra escuchada, compenetrándonos totalmente del sonido de la voz ajena, se producirá un encuentro íntimo con el ser de aquel que habla. Por intermedio del escuchar un hablar, percibimos un Yo ajeno.

 En su libro "Antroposofía", un fragmento de 1910, Rudolf Steiner escribe:
"El dictaminar: 'una persona habla', algo que para la conciencia ingenua parece tan simple, es en realidad el resultado de procesos muy complicados.
Estos procesos desembocan en el hecho de vivenciar en un sonido un Yo ajeno en el momento de vivenciarse a sí mismo.
En esta vivencia se deja de lado todo lo demás y se torna en consideración la relación de un Yo con el otro Yo, siempre que se dirija la atención a ello. Todo el misterio de la simpatía con un Yo ajeno se expresa en este hecho. Si se lo quiere describir, no se podrá sino decir: El hombre siente el Yo propio en el ajeno.
 Si entonces percibe el sonido del Yo ajeno, el Yo propio vive en ese sonido y por ende, en el Yo ajeno."

En la práctica este estado de cosas sólo puede ser mantenido por muy corto tiempo, pues nuestra conciencia será enseguida derivada a otros elementos como por ejemplo: el contenido, pensamientos propios, etc.
 Exige de aquel que escucha la voluntad consciente de entregarse íntegramente a lo escuchado. Pero esto no es sino altruismo en el verdadero sentido de la palabra, dado que la conciencia no se halla en mí mismo sino en el otro. Debo prescindir completamente de mí mismo para que sólo esté presente lo que proviene del otro. Esto solamente se logrará muy raras veces y requiere que por un momento podamos alejar de nosotros todo ese bagaje de propios pensamientos, representaciones, sentimientos y sensaciones corporales como por ejemplo: una picazón, etc.
 En el momento de llegar yo a ser consciente de percibir al otro, ya no me hallo dentro del proceso.
Quizás vuelva a hacer un esfuerzo por olvidarme de mí mismo, pero luego volveré a despertarme en mí.
 Es efectivamente un proceso de dormirse y despertarse, sólo que el dormirse es producido por un acto volitivo consciente.

El verdadero escuchar significa por lo tanto un dormirse, un olvidarse de sí mismo, también un parcial perderse; en el comprender y más aún en el propio juzgar, nos despertamos. La conciencia despierta es producida por el aislarse del entorno. Estoy despierto por cuanto puedo diferenciarme de las cosas que me rodean; en el sueño me entrego a mi entorno. Así en un diálogo el escuchar significa unirse con los demás; el consciente ordenar de lo escuchado y el propio hablar es autoafirmación.

Todo diálogo genuino vive de semejante ritmo entre estar dormido y estar despierto y se convierte con ello en la imagen arquetípica de la vida social. Si nos mantenemos en el plano superficial del mero entender el sentido, si sólo intercambiamos contenidos y nos limitamos a argumentar, no nos acercaremos mutuamente. Por ello, O. F. Bollnow dice de manera muy delicada: "Donde creo tener que demostrar algo, ya no hablo con el otro.". Un hablar surgido del escuchar y del percibir al otro conduce a un encuentro, del cual puede nacer algo nuevo. Uno puede hablar de acuerdo a la manera de escuchar del otro. En otras palabras: un escuchar activo significa dar al otro la oportunidad de expresar lo que sin ese escuchar no hubiera podido decir, o al menos no de esa manera.

He puesto aquí de relieve el escuchar, dado que por lo general es lo menos tomado en cuenta. Pero los demás ámbitos de percepción que intervienen en un diálogo, tales como la mirada, la mímica, los gestos, etc. pueden manifestar en el sentido más profundo lo que aquí se quiso decir.




(*) En el idioma alemán existe un parentesco entre los términos "Stimme" (voz) y "Stimmung" (disposición anímica). (N. del Tr.).
Del libro “Hablar, Escuchar, Comprender” – Por Heinz Zimmermann
Fuente: http://www.caminosalser.com/i1231-el-arte-de-escuchar-por-heinz-zimmermann/
 
No olvides suscribirte, para recibir todas mis actualizaciones, directamente a tu email.

Ingresa tu correo electrónico:

Recuerda confirmar tu suscripción, haciendo click en el enlace que recibirás por email.

No hay comentarios:

Contador de entradas